viernes, 14 de octubre de 2011

doce

Se encontraba en una habitación con las paredes negras, rojas, azules, amarillas, que cambiaban de color cada vez que pestañeaba. En el medio había un caballo con un sobrero de judío, que se reía entre tos por una fuerte gripe. No tenía dientes y cuando iba a la cafetería tenía que pedir pajita. A veces no había y eso le irritaba, hasta el punto de empezar a dar coces a diestro y siniestro a todos: al enano, al gigante, a Haley Joel Osment, al camarero, al dueño, a su madre y al Espíritu Santo.


Se despertó.


Se encontraba en una habtación con las paredes blancas, relucientes, tanto que llegaba a quemarle los ojos con solo mirarlas. En el medio había una escultura de un pene del tamaño de un hombre. Debía de ser oro, pero estaba tan sucia que había perdido todo su brillo. Se acercó al enorme genital y éste empezó a temblar, contorsionarse, emulsionar con movimientos espasmódicos, soltando de su gran uretra una sustancia roja a borbotones, a la vez que sus temblores cogían cierto ritmo. Escuchó en su cabeza una voz, pero distorsionada, como si le hablasen a través de un teléfono. La voz le decía que probase la sustancia y así lo hizo. Era sirope de fresa, como aquel que utilizaba su madre para hacer las tartas de queso que eran la envidia del vecindario.


Se despertó.


Se encontraba en una habitación sin paredes. El techo se mantenía flotando Dios sabe por qué fuerza de moníaca. En el medio había una Biblia agujereada por un disparo. Detrás de ella, un hombre negro arapiento se masturbaba con la mano en el bolsillo mientras lloraba y pedía perdon a Cristo por lo que estaba haciendo. Cogió la Sagrada Escritura con precaución de no acercarse al negro y la abrió. Estaba en blanco, todas las páginas, excepto una. En ella encontró su propia letra y la tinta del mismo bolígrafo que el utilizaba. En ella sólo estaba escrita una cosa repetida hasta la locura:


D E S P I É R T A T E

martes, 11 de octubre de 2011

Once

Nos vamos a la cama, desnuda, bañada por el sol de media tarde. Es la hora que más nos gusta para fundirnos en un éxtasis tribal. Empiezo a desnudarme, lentamente. Ella ya lo está, siempre lo está. Repaso todo su cuerpo con mis dedos, cada detalle, los memorizo y los borro de mi mente, haciéndo cada vez la primera. Puedo ver el deseo en su mirada. Aún así se resiste y sabe que eso hace que me excite mucho más. Estoy húmedo. Ella ya lo está, siempre lo está. Nos hundimos en el mar y comenzamos una danza infernal mientras Dante nos mira y se masturba. La toco y ella gime. Introduzco mis dedos en su interior y cada vez grita más fuerte. La beso y me muerde; me hace sangrar. Noto el dulce sabor de la sangre mientras mi miembro se desliza suavemente en su interior, en un lecho celestial. La ventana está abierta y la brisa perfila nuestra piel y eriza nuestro bello. Empiezo a sacudirla lentamente. Aumento el ritmo, hasta llegar a una velocidad brutal. Ella no para de gritar, dice que me ama, dice que no pare, nunca. No lo haré. 

Enciendo un cigarro que hace de éste un momento delicioso. Tiene una de sus pezuñas apoyada en mi torso y su respiración es lenta. Huele a verdes praderas, a un trozo de cielo. Las nubes se asoman por el ventanal y puedo verla flotando, a lo lejos, riendo y llorando. Ya es tarde y debo levarla de vuelta al redil. Su nombre es Asunción y la amo.