miércoles, 9 de marzo de 2011

ocho

Me muevo. ¡Me muevo! Las piernas, los brazos, los deditos. Por la ventana me piden pollo. Me asomo y los veo allí, a los zombies. Como siempre vagando en busca de algo que comer. Tan tontos y tan felices. Les grito que no me queda pollo y se enfadan. Empiezan a soltar baba por la boca y a romper las papeleras. A uno se le cae el brazo y cuando otro se agacha para recogerlo su cuerpo se divide en dos. Me dan náuseas y me río. Cierro la ventana y vuelvo a la cama. Entiendo poco sobre los no muertos. De hecho ni siquiera sé si estan o no muertos. Cojo le portátil y busco en la Wikipedia. Sólo hay propaganda política cuando meto la palabra "zombie" en el buscador. Ya se han hecho con el poder. Al principio serán detalles, bares en los que no podré entrar; o simplemente ir al fondo del autobús. Bueno, es pasable. Prefiero eso que tener que comer cerebros. ¡Ag! Ya me dan asco los callos como para pensar en eso. Miro a mi derecha y veo al Coronel Kentucky tan feliz, impreso en un cubo de grandes dimensiones. Abro la tapa y descubro que aún quedan dos piezas, aunque una está mordida. Es increíble lo bien que huele después de dos semanas ahí. Lo cojo y vuelvo a la ventana. Ya se estaban marchando, persiguiendo su propia sombra por el suelo. Les grito y uno se da la vuelta y me señala con un brazo que no es el suyo. No le culpo, alguien debió comerse su pierna. Les tiro las piezas de pollo y me limito a observar como se pelean por él. Uno de ellos se acerca, parece el más avispado y eso que tiene el cráneo al aire libre y le falta un buen pedazo de masa cerebral. Coge el muslo, lo huele y me mira. Empieza a gritar: algo va mal. Entonces, hace ademán de tirármelo; pero la fuerza es mínima y solo consigue clavárselo en el ojo a su novia, que estaba enfrente. Desagradecidos; nunca más vuelvo a darles de comer.

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