lunes, 21 de febrero de 2011

cuatro

Colocó los vasos una y otra vez. No podían moverse. El mínimo susurro, brisa o movimiento, alteraba ya su perfecta posición. Brillaba el sol fuera, y este pasaba por el cristal y se reflejaba en el reloj de un gordo seboso que comía sin hambre en una mesa del fondo. Pero ella no se podía mover, no ahora. Ni un centímetro, ya había calculado su posición y era perfecta; cerca de la caja, cerca de las hamburguesas. Pero tampoco podía apartar la vista de ese reloj, de ese hombre. Lo odiaba. No porque estaba gordo, no por el brillo del reloj; lo odiaba por su desorden. Era irregular. Asimétrico.  Nada tenía sentido en él. No era capaz de mirarle, pero al mismo tiempo no podía parar. Era como si la cabeza le fuese a estallar. Las náuseas se acercaban lentamente. Siempre se imaginó como un corro de conejos malignos que se pasaban su estómago unos a otros como una pelota. Era extraño. Pero también odiaba a los conejos. Y las manchas. Y a los calvos. Y a los perros, a las lamparas de pantalla verde, a las paredes pintadas de colores oscuros, los estampados y los instrumentos de percusión. Había muchas cosas que odiaba. De hecho, odiaba todas las cosas que podía, para así amar más la única cosa que siempre ha amado: la perfección.

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